Si hay una cosa cierta sobre los ensayos es que son criaturas indefinibles, sin embargo, al encontrarnos frente a una no tendremos dudas de su naturaleza. Reconocemos su cabeza llena de preguntas solo en apariencia intrascendentes; esos ojos inquisidores de mirada profanadora de los asuntos más serios y los más nimios; su ceño juicioso; su voz terca, inapropiada pero dolorosamente certera; sus gestos elegantes o grotescos, sus inflexiones de infinitos modos.
Esas criaturas multiformes siempre nos reviran la jugada, pues, al creer que la hemos atrapado más bien nos descubriremos en sus redes y es muy probable que no volvamos a ser los mismos. Hay ensayos que nos dejan marcados de por vida. Sus garras, sus fauces o su simple mirada nos hieren muy profundo, tocan algo nuestro muy dentro o nos infectan con una sustancia que nos hace ver lo hasta entonces invisible, reír de cosas sagradas o beatificar asuntos mundanos.